Dicen, que bordeando las ruinas del viejo
molino, serpenteaba el rastro desdibujado de un estrecho sendero, que
desembocaba en el recodo oscuro, donde hacía eco el sonido de un cauce vacío...
y allí, al amparo de sombras salvajes y con la incertidumbre trémula de un
camino de tierra cortado, había que cerrar los ojos y dejarse llevar por la
emoción, el vértigo y la osadía...si no, estabas más que perdido...
Cuentan, que jugando al escondite entre
angostos cañaverales y juncos secos, merecía la pena arribar a la otra parte
del río, aparecido de la nada de repente, fugaz y espontáneo, meciéndose entre
el blanco y azul de la fuerza de la corriente, enganchado en las crestas
espumosas, para romper el espacio y el tiempo contra las rocas gigantes, vigías
de aquel paisaje aireado de madera, cielo y verde...
Algunos añaden, que si la noche te cae
encima sin haber atravesado el bosque, puedes sentir en la nuca el calor húmedo
que desprende la respiración ansiosa de alimañas siempre invisibles,
persiguiendo incasables
alma
y corazón, para devorar su esencia a la luz llena de la luna y al candor tenue
del alba...