domingo, 4 de noviembre de 2012

Católico, desconocido y romano


   El día veintitrés de noviembre, a las nueve y cuarenta y cinco de una mañana de invierno afilado, Adolfo se olvidó de Dios. A decir verdad, dejó de creer en él la tarde anterior, cuando a la sombra de una ventana triste de hospital, lloraba como el sol, lágrimas nubladas...cinco minutos antes, el débil corazón de Sole, su mujer, su amor, mucho más que su compañera, se había cansado de latir...
   Pero como todos los días y a pesar de la noche en duelo, fue a su iglesia y se sentó en el mismo banco...Adolfo tenía muchos defectos pero era muy educado, y quiso despedirse, en silencio eso sí...y al final de la misa, y sin ningún reproche en el pecho, había hecho la señal de la cruz por última vez...

   Ya en la calle, saludó amablemente a todo el mundo, como siempre, y un poco más taciturno que de costumbre, tomó el café solo y largo en el bar de la esquina...Cansino, había montado en el coche, con una mueca que quiso ser una excusa, lo puso en marcha pensando en el mes de mayo próximo y la comunión de sus nietos, los gemelos, iba a parecer mentira...¡si Sole les viese!, él esperando fuera, junto a la cruz, como tanto otros, “como un ateo” diría ella...y seguro, si pudiera, le agarraría de los pelos y le haría ponerse de rodillas ante don Marcial para pedir perdón...Pero sí algo tenía claro era eso, no volvería a pisar un templo sagrado, estando vivo, por que cuando estuviese muerto sus hijos ya verían...en cualquier caso él ya no podría enterarse...
   Respiró hondo y se alivió perdiendo sus ojos en un horizonte de tráfico atascado. Miró el reloj y se dio interiormente unas palmadas en el hombro...en realidad él no tenía nada en contra de Dios, es más, creía ciegamente que podrían ser buenos amigos, aunque un poco más adelante cuando el Supremo le aclarase alguna dudas y discutiesen largo y tendido sobre lo que estaba sucediendo...Tampoco era problema don Marcial, era un buen párroco, y un buen hombre, de tanto años en el barrio para los vecinos era como de la familia, y más de una vez le había invitado a un chato de vino...ya tendría tiempo de hablar con él cuando le echase de menos.
   Fastidiado, se miraba de reojo en el espejo retrovisor, se reconoció inesperadamente distinto. Las ojeras y el mal afeitado le hacían más viejo por fuera, por dentro la pena y la impotencia le arrugaban el alma...¿Y qué podía hacer él?...todo había sido un cúmulo de circunstancias, era la única forma de justificar el que de repente sintiese que el contenido de su vida, como el significado de estar atrapado en esa carretera, se reducía a una inútil pérdida de tiempo, a un absurdo...Cuando Sole, sin quejarse, y por casualidad había enfermado en primavera, tuvo conciencia por primera vez, que el destino pertenece a uno mismo, y que no hay que dejarlo en manos de otros, por mucho que durante cuarenta y nueve años estuviese convencido de lo contrario...No por ese descubrimiento había perdido la fe, más creyente y sumiso que nunca, habló muy claro con Dios la tarde de Agosto que el médico les confirmó a él y a sus hijos, que Sole no se pondría bien, el cáncer estaba tan avanzado, ya no tenía hígado, era cuestión de meses.
   Aquella tarde pegajosa, estuvo más de dos horas en la iglesia...no buscaba un culpable a la injusticia de la que se creía víctima, pero si respuestas a tantas preguntas que acumuladas durante años, en perenne letargo, durmiesen y exigentes, despertaran todas a la vez...
   Adolfo tenía buena memoria, recordaba con nitidez detalles de su infancia, que hubieran pasado desapercibidos, si no fuera por ese empeño suyo, y que aún conservaba, por perfeccionar hasta las cosas más imposibles...Así, después de hacer la Primera Comunión, los domingos en misa de doce, contaba los minutos observando los gestos de aburrimiento, las miradas vacías y huecas, los roces pecaminosos y hasta el cuchicheo traicionero de los más fieles y beatos...Y en el colegio, hasta que a los catorce se puso a trabajar de botones en la Caja de Ahorros, donde posiblemente se jubilaría, pasaba los meses espiando a los curas, sobre todo a los que llevaban sotana y hacían visitas sospechosas a las feligresas cuando el marido no estaba...Y en su casa, cada día veía y sufría como su padre llegaba borracho de la tasca, pegaba a su madre sin razón, y a él y a sus hermanos les obligaba a rezar antes de meterse en la cama, con el cinturón en la mano...
   Llegó pues a la perfecta pero equivocada conclusión, que sólo los que eran como ellos, es decir, cristianos, católicos, apostólicos y romanos, podían hacer lo que hacían con permiso del Todopoderoso, si bien ya no se preocupó de analizar o modificar con la experiencia, la explicación que necesitaba, si quiso y se propuso ser mejor practicante que los conocidos...Por eso, cuando empezó a ganar unos duros más como chico de los recados con corbatín, aprovechó las reuniones parroquiales de los viernes y se atrevió a tontear, inocentemente, con la chica de sus sueños, ella le había seguido la corriente y sin darse cuenta firmaron seis años de noviazgo formal, y se casaron allá a mediados de los sesenta. Le subieron de categoría, la nómina y hasta se compró un seiscientos. Ella fue virgen al matrimonio, como debía ser, por respeto y por que los calentones propios de la edad, los mojaba en agua fría, nunca se había masturbado, aunque los amigos y compañeros insistieran que no se quedaban ciegos...
   Los hijos fueron llegando, y Sole y él aceptaban de buen ánimo el momento inoportuno o que no vinieran con un pan bajo el brazo, como estaban hartos de oír...Como recompensa, algunas excursiones milagrosas a Fátima y a Lourdes, y su máxima ilusión, ahorrar como pudiesen para ir a Roma a ver al Papa...
   Se le escapó una lágrima cuando abatido asumió que ya no iría, y volvió a mirar el reloj, aún tenía unas cuantas horas por delante hasta las cinco que era el entierro, pero seguía allí metido, sin salida...y le entró pánico, y tembló de miedo ante la idea de no poderse despedir a solas de su esposa, el centro de su universo...Y es que la amó tanto...no se había considerado nunca un hombre atractivo, pero a lo largo de su trayectoria en la Caja de Ahorros, alguna clienta le había tirado los tejos, y en unas cuantas despedidas de soltero, había terminado de madrugada en un club de alterne, pero no le había engañado físicamente, quizás unas pocas veces con el pensamiento, y cuando después de haber discutido, se le subía la sangre a la cabeza y antes del típico “lo siento”, se arrepentía de no haber hablado con ella lo suficiente, o juntos, disfrutar de los planes para una luna de miel, o incluso, por qué no, compartir sus fantasías...fantasías, las de él, muy normales, le decían...Y de esto le sermoneó a Dios, una tarde cruel y despiadada que prometió su más eterna devoción y su flagelo con pies descalzos en Semana Santa, si Sole se curaba...y había confesado tímidamente, en alto y a las alturas, a través de don Marcial, que era lo que menos soportaba, su envidia un tanto insana hacía su cuñado Luis, que vivía como un maharajá, sin hacer nada, con un primor de mujer que se desvivía por él y por sus cuatro hijos, sin merecerlo, mientras renegando de la jaula, como llamaba al matrimonio, gastaba fortunas que endeudaba, en alcohol, barajas y prostitutas...Que suerte, familia perfecta y casi sin querer...y él, pobre desgraciado, sin un capricho que calme el orgullo, nunca llegaba a final de mes, y de ocho hijos, sólo sabía de tres...y del que descansaba en el cementerio...Allí mismo, clavado de rodillas, lloró la muerte del segundo, de Pablo, un otoño manchado de rojo por el pinchazo soez de una jeringuilla...
   Pero a pesar de tanta entrega, Dios no le había contestado, y aunque dicen que aprieta pero no ahoga, dejó de apretar cuando Sole ya estaba muerta...
   Inmerso en su metamorfosis, pero consciente, aparcó el coche por fin, seguro de que sus hijos le echarían la bronca, pero ya nada le importaba...sólo quería hablar con Sole, era la única que le entendería desde su ternura y más allá de su propio misterio...Se encerró en la pequeña habitación que los tanatorios dedican al reposo del fallecido entre flores obligadas que acompañan...y bajó la persiana para que nadie usurpara su intimidad...¡Sole amor mío!...
   El entierro fue igual que muchos otros a los que había asistido, como un autómata no supo distinguir bien en el dolor, a quien enterraba en la nostalgia, agotado y casi sin conocimiento, aguantó los pésames de caras distorsionadas y voces extrañas, e ignoró los lamentos tardíos de sus hijos cuando llegaron a casa...Pero él ya no era persona, volátil, ausente y casi invisible, se retiró a su habitación hasta que el silencio y la oscuridad le acunaron en una pesadilla tan profunda como corta...
   Se levantó fresco como una lechuga, mecánicamente se aseó y desayunó deprisa, entonces lento, registró rincones escondidos y rescató del polvo de su historia, fotos amarillas y secretos gastados, que guardó en una caja...Hizo concienzudo las maletas con lo imprescindible, y con todos los sentimientos intactos, se marchó melancólico, sin mirar atrás...Fue el primero en llegar a su puesto de trabajo, zanjó deudas cotidianas y cerró la cuenta dejándola a cero...a la hora de la comida, en la agencia de viajes de la calle de al lado, le vendieron con sorpresa un billete hacía rumbo desconocido...
   Ni en el barrio, ni en su trabajo le echaron de menos después de unas semanas, ninguno de sus hijos le había comprendido en el gesto de su ausencia, ninguno egoísta, le perdonó que no volviese...pero cada veintitrés de noviembre, estuviera donde estuviere, el cielo le lanzaba un guiño, qué él interpretaba como una sonrisa cómplice y confundía al gritar, el nombre...¡gracias Sole!...por que aún ya más sereno y sin una pizca de rencor, había tramitado en un impulso de ira y vértigo al borde de las nubes, el pasado y futuro de Dios...no tenía por qué nombrarlo en vano...


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